Recién llegado del campo, lo que mas me impresionó fue la elegancia de los profesores, muy pocas veces había visto a hombres de terno y corbata, menos mujeres con peinados y trajes mas formales que el modesto vestido de mi madre. Recuerdo al Sr. Dourels, a doña Melania, al Sr. Espinoza, al Cura Palus, que después supe se casó. Dentro del colegio se rumoreaba que Dourels con doña Melania eran amantes, pero seguramente era la imaginación de niños, nunca yo vi nada.
Como casi no tenía amigos, no recuerdo a ninguno, aprendí a jugar al trompo, a las bolitas con una destreza que era admirada por mis compañeros. Llegué a juntar como 1000 bolos, que gané al pique y cuarta y a la ratonera, que era una tabla con varios hoyos que daba premio al que lograba meter desde lejos una bolita por ese agujero. Vendía bolitas y polcas, y así pude comprarme los primeros dulces. Mis padres pocas veces que me visitaron, nunca me dejaron plata, seguramente pensaban que no lo necesitaba. Pero yo me había hecho campeón en el trompo y jugaba con mis compañeros apostando monedas y golosinas.
Al segundo año de internado, salí de las tareas de pelar papas y me trasladaron a hacer aseo en la Catedral, ahí aprendimos que cuando teníamos hambre podíamos acceder a un cajón en la sacristía y comernos las hostias sin consagrar, que se guardaban de reserva. También había una pieza donde se guardaba queso y dulce que llegaba de empresas internacionales de caridad y que supuestamente era para repartir a los pobres, pero los curas la usaban para ellos y los profesores, de vez en cuando nos daban una tajada de dulce de membrillo o una rebanada de queso. Así el cambio no estuvo malo para mi hambriento estómago, a pesar de que debía virutillar una cantidad interminable de reclinatorios.
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