jueves, 19 de junio de 2008

La historia de Pancho, cap. IX, El Maquinista

El verano transcurrió muy rápido y sumido en la melancolía volví con mi padre a Pucón, sabía que en pocos días debía volver al colegio, al internado que odiaba, pero no me atrevía a contar nada a mis padres, que seguramente querían lo mejor para mí, pero no se habían detenido a pensar si yo era feliz en ese lugar.
El año escolar comenzó, yo ya estaba mas grande y me hacía respetar por los recién llegados, había conocido al hijo de un amigo de mi padre, que llamaban el maquinista, ya su papá lo visitaba en moto y el la manejaba al interior del patio del colegio, siendo la admiración de todos.
Este papá visitaba a mi nuevo amigo casi todas las semanas y siempre me invitaba a comer algo de lo que llevaba, así es que ya no lo pasaba tan mal. En algunas ocasiones don Ovidio, me dejaba algunas monedas y me traía recados de mi casa, pero jamás supe porque no me visitaban o lo hacían tan alejadamente.
Ese año pasó rápido, sin mayores cambios que los que le he contado, la rutina casi era la misma. Eso sí, yo había cambiado en mi carácter y peleaba constantemente con mis compañeros. Alguien me dijo que yo era bueno para los puñetes y eso bastó para buscara camorra muy seguido, afortunadamente siempre pegaba primero y nadie se atrevía a enfrentarme. Yo siempre contaba con la ayuda del Maquinista, que no se separaba de mí.
Ese año se terminaba la educación primaria obligatoria y mis padres debían decidir, si iba al liceo o me quedaba en el campo. Al parecer la decisión fue que debía estudiar, porque al otro año, sin consultarme, me matricularon en el internado del Liceo de Humanidades, colegio también de curas, que estaba cargo del cura Toro, todo un personaje.

La lata es que otra vez iba a estar interno, y esta vez serían seis años, era como cumplir condena, pero la decisión estaba tomada y no me quedó mas remedio que resignarme y someterme a una nueva disciplina, que afortunadamente no era tan terrible como la del cura Antonio de la Escuela Internado Misional.

Fuera de los ramos que ya conocía, el estudio abarcaba inglés y francés, eso me encantó conocer otras lenguas para mi era fenomenal y me esmeraba por aprender lo mas posible.

El primer año de humanidades, concurrió sin mayores contratiempos, aquí nos daban permiso los fines de semana para volver al campo y viajar a casa de nuestros padres, así que la carga era menor.
El año siguiente, fue igual y no hubo mayores novedades, llegó el verano y yo viajé nuevamente con mi padre, pero esta vez montando mi propio caballo, que me daba un estatus superior, ya había crecido bastante, a pesar de ser de contextura delgada, pero mi papá se esmeraba en comprarme ropa buena así es que me veía distinto a los hijos de los trabajadores del aserradero y ahora era yo quién manejaba al grupo y organizaba los juegos y excursiones.

Pasó el verano, y de vuelta al colegio, yo ya había contado todo lo que había sufrido en el primer internado así es que mi madre se esmeraba en mandarme periódicamente cosas para comer y visitarme mas a menudo.
Habían transcurrido algunos meses y llegó el día de San Juan, mi medre fue a verme, me llevó un gran pavo asado, galletas, tortillas y galletas. Cuando se fue me dejó dinero.
Esa noche, quisimos celebrar mi Santo, me llamo Juan Francisco, pero me llamaban Pancho. al igual que a mi papá. Compramos una botella de Cinzano y esperamos que se durmieran, la gran parte de nuestros compañeros de pieza y nos reunimos en mi cama como seis de mis mas cercanos. Comimos pavo, galletas, tortillas y empezamos a beber el Cinzano, yo primera vez que bebía ese tipo de licor, pero a alguien se le ocurrió que era bueno y por eso lo compramos.
Ya con unas copas en el cuerpo, empezamos a tirar los huesos a la cabeza de los que dormían, después que a uno de los nuestros se revolviera el estómago, vomitando a la entrada del baño, la cosa se empezó a poner seria. Ya había signos de de desorden, pero lo que rebalsó el vaso fue que, decidimos pintar con betún negro la cara de los que dormían para ver sus reacciones al día siguiente.
Al otro día y al levantarnos, quedó en evidencia lo que habíamos hecho, los muchachos con las caras pintadas, huesos de pavo por todos lados, el vómito a la entrada del baño, etc. El Inspector de turno nos formó y preguntó por los autores de tal descalabro, yo salté inmediatamente y enseguida, mis demás amigos que habían compartido la celebración del santo.

Fuimos trasladados a la oficina del padre Toro, quién nos suspendió de clases y nos ordenó que volviéramos con nuestros apoderados.

Mi padre era un hombre muy estricto, pero la reprimenda no fue la que esperaba y se mantuvo en calma, acompañándome al día siguiente, ala entrevista con el padre Toro.
Este le contó con pelos y señales lo que había ocurrido y nos comunicó que a contar de esa fecha eramos expulsados del internado, pero asimismo podíamos seguir asistiendo a clase como alumnos externos. Fue lo mejor que me pudo pasar. Mi padre, que tenía una propiedad en Villarrica, me llevó a donde sus arrendatarios y ahí me quedé de pensionista. Eso da para otra historia.

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