Pasé dos años, subiendo y bajando el cerro, hasta que mis padres se dieron cuenta que era mucho el sacrificio para mi asistir a esa escuela, debido a la distancia que debía recorrer diariamente y mi corta edad.
Por un vecino supieron que la ciudad de Villarrica, Pucón era un villorrio, hablo del año 54, que había un colegio de curas, que a cambio de cereales y productos del campo, recibían en calidad de internos, a niños de los alrededores y de escasos recursos. El director era el Padre Antonio Schmith y lo secundaba el cura Anselmo.
Primera vez que salía de Pucón, no conocía Villarrica, me pareció grandisima, lo mismo que el colegio y la Catedral.
El padre Antonio, alemán, mantenía una disciplina militar. A su llegada todos temblábamos, porque al menor ruido, sacaba a un asustado muchacho, lo hacía inclinar el tronco y le aplicaba feroces golpes, con un aparato que el llamaba "el chanchito", siempre amenazaba diciendo "el chanchito tiene hambre y eso significaba que a uno de nosotros nos sacaba adelante y repetía el ejercicio, tres cuatro o cinco golpes, a tres o cuatro niños. Yo tampoco me salvé, varias veces y por lo más mínimo probé el ardor del chanchito en mis glúteos, pero nadie decía nada, así era la vida y punto.
Otra cosa era el cura Anselmo, el turno era por semanas, había una semana a cargo de Antonio y la otra a cargo de Anselmo. Este llegaba en moto, una moto inmensa, WMW, negra, cuyo ruidoso motor nos advertía de su llegada. Este cura no tenía el famoso chanchito del padre Antonio, su arma secreta era la lleve de la moto. Esta tenía una parte de fierro gruesa, que se la ponía entre los dedos y con esa, al mas leve ruido la dejaba caer, sobre nuestras peladas cabelleras. Nos cortaban el pelo casi al rape y sólo dejaban un moñito, paro tener de donde mechonearnos, según los curas.
La levantada era a las 06.30 horas, media hora para el baño, con agua fría, no había agua caliente y después a la misa de 7.00, hasta las 7.30. De ahí, a tomar desayuno. Un jarro de café de higos y un pan con mantequilla o dulce de membrillo y después a clases, desde la 8.30 a las 14.00 horas.
El almuerzo lo esperábamos con ansias, ya que como el desayuno era poco y la levantada tan temprano, a las dos de tarde era un gran trecho para estómagos vacíos y hambrientos .
Después del almuerzo, teníamos un recreo de dos horas y a trabajar.
Nos separaban por equipos, algunos los mas grandes, trabajaban en la huerta, otros hacian aseo en el edificio enorme de cemento y otros los mas chicos como yo, nos mandaban a pelar papas, kilos y kilos, mas o menos para 100 personas.
El lugar era el mas húmedo del colegio y a su vez el mas frío, ya que las papas había que lavarlas en unas fuentes enormes, cuya agua se botaba en el piso, donde trabajabamos para que el agua escurriera a una canal. Yo odiaba este trabajo, sobre todo porque nos revisaban las papas que pelábamos y las cáscaras que sacábamos. Si eran demaciado gruesas, al día siguiente, nos las servían junto con el almuerzo y pobre del que no se las comiera. El almuerzo era todo un ritual, rezábamos, el ángel y después silencio mientras comíamos, hasta haber terminado el primer y único plato, ahí nos autorizaban para hablar.
Algunos profesores comían en una meza ubicada en el centro, pero el menú era absolutamente diferente, nosotros un plato de porotos con papas, ellos, carne fideos, y otros guisos que nos hacían añorar las cazuelas de mi madre en el lejano campo.
Eso por ahora, mañana les cuento mas.
Por un vecino supieron que la ciudad de Villarrica, Pucón era un villorrio, hablo del año 54, que había un colegio de curas, que a cambio de cereales y productos del campo, recibían en calidad de internos, a niños de los alrededores y de escasos recursos. El director era el Padre Antonio Schmith y lo secundaba el cura Anselmo.
Primera vez que salía de Pucón, no conocía Villarrica, me pareció grandisima, lo mismo que el colegio y la Catedral.
El padre Antonio, alemán, mantenía una disciplina militar. A su llegada todos temblábamos, porque al menor ruido, sacaba a un asustado muchacho, lo hacía inclinar el tronco y le aplicaba feroces golpes, con un aparato que el llamaba "el chanchito", siempre amenazaba diciendo "el chanchito tiene hambre y eso significaba que a uno de nosotros nos sacaba adelante y repetía el ejercicio, tres cuatro o cinco golpes, a tres o cuatro niños. Yo tampoco me salvé, varias veces y por lo más mínimo probé el ardor del chanchito en mis glúteos, pero nadie decía nada, así era la vida y punto.
Otra cosa era el cura Anselmo, el turno era por semanas, había una semana a cargo de Antonio y la otra a cargo de Anselmo. Este llegaba en moto, una moto inmensa, WMW, negra, cuyo ruidoso motor nos advertía de su llegada. Este cura no tenía el famoso chanchito del padre Antonio, su arma secreta era la lleve de la moto. Esta tenía una parte de fierro gruesa, que se la ponía entre los dedos y con esa, al mas leve ruido la dejaba caer, sobre nuestras peladas cabelleras. Nos cortaban el pelo casi al rape y sólo dejaban un moñito, paro tener de donde mechonearnos, según los curas.
La levantada era a las 06.30 horas, media hora para el baño, con agua fría, no había agua caliente y después a la misa de 7.00, hasta las 7.30. De ahí, a tomar desayuno. Un jarro de café de higos y un pan con mantequilla o dulce de membrillo y después a clases, desde la 8.30 a las 14.00 horas.
El almuerzo lo esperábamos con ansias, ya que como el desayuno era poco y la levantada tan temprano, a las dos de tarde era un gran trecho para estómagos vacíos y hambrientos .
Después del almuerzo, teníamos un recreo de dos horas y a trabajar.
Nos separaban por equipos, algunos los mas grandes, trabajaban en la huerta, otros hacian aseo en el edificio enorme de cemento y otros los mas chicos como yo, nos mandaban a pelar papas, kilos y kilos, mas o menos para 100 personas.
El lugar era el mas húmedo del colegio y a su vez el mas frío, ya que las papas había que lavarlas en unas fuentes enormes, cuya agua se botaba en el piso, donde trabajabamos para que el agua escurriera a una canal. Yo odiaba este trabajo, sobre todo porque nos revisaban las papas que pelábamos y las cáscaras que sacábamos. Si eran demaciado gruesas, al día siguiente, nos las servían junto con el almuerzo y pobre del que no se las comiera. El almuerzo era todo un ritual, rezábamos, el ángel y después silencio mientras comíamos, hasta haber terminado el primer y único plato, ahí nos autorizaban para hablar.
Algunos profesores comían en una meza ubicada en el centro, pero el menú era absolutamente diferente, nosotros un plato de porotos con papas, ellos, carne fideos, y otros guisos que nos hacían añorar las cazuelas de mi madre en el lejano campo.
Eso por ahora, mañana les cuento mas.
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