jueves, 19 de junio de 2008

La historia de Pancho, capitulo VIII, viaje a la cordillera

Ese verano mi papá cumplió su promesa y al día siguiente me llevaría a Cordillera, esto es, la frontera con la república Argentina, distante unos 90 kms. de Pucón. Todo lo que necesitaba para el viaje y la estadía de un mes, me cupo en una pequeña bolsa que mi padre amarró sobre la silla de su caballo. Recuerdo que salimos como a las cuatro de la mañana, había una luna llena que iluminaba como de día el camino y reflejaba la figura del caballo de mi papá y la mía en una larga sombra. Estaba feliz, me gustaba mucho conversar con mi papá ya que siempre tenía anécdotas que contar, ya fueran cosas que le ocurrían a él o las historias de mi abuelo, que había sido militar y que había peleado en Revolución de 1891, por las fuerzas de Balmaceda.

Llevábamos unas alforjas con comida, tortillas, huevos cocidos y uno o dos pollos asados que había preparado mi mamá para tan largo viaje. Yo iba en las ancas del negro, un caballo inmenso, seguramente de raza percherón, por lo grande que era, mi papá parecía un gigante en ese caballo, además de que era un hombre de 1.80 mts. y de mas de 100 kgs. de peso.

Al poco andar yo que iba atrás y al lado de las alforjas, ya había sacado un huevo cocido, luego otro y otro, además de probar las tortillas que todavía estaban caliente, que nos había preparado mi mamá.

Recuerdo que como a las dos de la tarde y después de haber cabalgado como ocho horas seguidas, llegamos un clandestino que vendía vino y comida para los pasajeros, en esa época, el camino no era para vehículos, y estos llegaban hasta unos diez kms. más atrás. Esa fue la primera parada, todavía siento lo que me costó poder caminar, ya mi pequeño cuerpo montado en las ancas de un tremendo caballo y mantenerme por horas con las piernas tan abiertas, hizo que se me acalambraran.

Mi padre era conocido del lugar y ordenó que le prepararan una cazuela de gallina y mientras esperaba, le trajeron un jarro con vino y a mi una guinda nobis. Me pareció deliciosa, nunca la había probado.

Después de dos horas de descanso, continuamos nuestro camino, ya nos detuvimos, nada mas que para hacer nuestras necesidades biológicas, hasta que como a las 12.00 de la noche, y después de haber subido una gran cuesta, llegamos a un campamento, que se asemejaba a una tribu siux, que había visto en las revistas de cawboys. Había una gran empanada, las instalaciones de una aserradero con el locomovil que aún humeaba y a su alrededor una cincuenta chozas confeccionada con madera en forma de A, y de las cuales aparecía una pequeña luz producto del fogón que ardía en su interior. Varias personas salieron a recibir a mi padre. Le atendieron el caballo, soltaron la montura y bajaron nuestras pertenencia, que trasladaron una casa mas grande, distinta al resto, por que era similar a las construcciones que yo conocía, era amplia y sin ventanas, sólo se habrían una tarimas para que entrara la luz y una puerta con una gran tranca en su interior, era la casa del patrón, todos lo llamaban así, algunos los menos le decían don Pancho, pues se llamaba igual que yo.

Instalado en la casa, una señora que ayudaba a mi padre, preparó mi cama, yo creo apenas me quité los zapatos y ya estaba durmiendo. No se cuanto tiempo transcurrió pero creí que apenas me había dormido, cuando un atronador ruido me hizo despertar de un salto, mi padre ya se había levantado y entraba a la casa, era el pito del aserradero que llamaba a los trabajadores a iniciar la jornada. Después supe, esta empezaba a las 6.00 de la mañana.

Ese día, me levanté y la señora que atendía a mi padre, me preparó un desayuno consistente en harina tostada frita en un sarten, huevos revueltos y leche, además de tortilla de rescoldo, me pareció delicioso.

Estaba ansioso por saber que ocurría en el exterior. Eran un mar humano en actividad, la maquinaria sonando, hombres acarreando madera en hombros y haciendo castillos con ella; carretas que llegaban con trozos de madera para aserrear; el ruido de la sierra que partía los troncos; otros que acarreaban aserrín y lo amontonaban en una gran pila a cien metros de las maquinas y que corrían con unas carretillas por una especie de entarimado; hombres que con una enormes herramientas apilaban los troncos que con bueyes llevaban al aserradero.
Mi padre estaba en todas partes impartiendo instrucciones y vigilando, su figura era inconfundible, vestía distinto a los trabajadores, que calzaban ojotas de cuero y algunos una sandalias de goma de neumáticos, además de sombreros muy raídos y chombas de lana de oveja.
El al contrario, hasta se veía elegante, botas de cuero hasta la rodilla, con grandes correas , que cubrían parte del pantalón, sombrero que se veía casi nuevo en comparación con el de los trabajadores y un gran revólver que colgaba de su cintura, que yo me imaginaba a John Wayne.

Todos los niños se juntaban junto a la ruma de aserrín y se deslizaban por el como en una gran duna, de primero me miraban como atemorizados, pues ya habían sido advertidos por su padres, que había llegado el hijo del patrón y que debían cuidarme y respetarme, pues si algo me pasaba, iban a sufrir la ira de mi padre. Pero de a poco me aceptaron y pude incluirme en su juegos.
El tiempo pasó volando, encontré entretenidos a los nuevos amigos y todos los días haciamos cosas nuevas, corríamos ladera abajo en carromatos de cuatro ruedas que manejabamos con los pies, salíamos a pescar una río que pasaba muy cerca, buscábamos frutillas silvestres, cazábamos lagartijas, en fin mil cosas. Luego, le contaré mas.

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