Llegó el segundo verano y nuevamente sentí la alegría de llegar a mi casa, llenar mis pulmones de aire fresco, correr entre los arboles, corretar con mi perro, salir a pescar, creerme Tarzan entre la selva (yo ya había leído algunas revistas de este héroe que llevaban los alumnos externos).
Mi primo había terminado de estudiar, creo que llegó a quinto básico, preparatorias de esa época, así es que me encontré con el en esas vacaciones. El era mi héroe, montaba como un centauro y yo lo miraba embobado su destreza para correr apenas con un saco y pequeño lazo en un hermoso alazán, que según mi padre era salvaje.
Este caballo se llamaba El Ventana, tenía una especie mascarilla negra sobre la frente y de ahí que le colocaron ese nombre.
El Ventana había sido de propiedad de un vecino, que para no sacrificarlo, lo regaló a mi padre, ya que tiempo atrás, y mientras cabalgaba su único hijo hombre Edgardito, éste caballo se habría encabritado, botándolo al suelo, falleciendo el lugar producto del golpe. El hecho fue muy comentado en todo Pucón, pero nadie sabía que el caballo había sido regalado a mi padre.
Mi papá dejó el caballo en una especie de isla que la formaban dos rios y nos prohibió acercarnos a ese animal que era un asesino de hombre. Imaginen se un caballo en que por año, no le corten la cola, las pezuñas y la tuza, se veía impresionante cuando solo galopaba en circulos por la isla.
Mi primo, sin que nadie supiera, escondido de mis padre, tomaba ese caballo, que según él era muy manso y galopaba por horas, como un ángel alado. De vez en cuando y mientras yo lo miraba, accedía a darme una vuelta a las ancas del corcel. Ahí era la felicidad completa, yo me aferraba a la cintura del jinete y dabamos vueltas y vueltas, hasta que el caballo, cubierto de sudor, empezaba a resoplar y pedir descanso.
Ese año, mi padre que trabajaba por temporadas fuera de casa, vino a vernos y me ofreció llevarme con el por unos días al lugar cerca de la frontera donde trabajaba en la explotación de bosques fiscales a concesión
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